martes, 21 de abril de 2015

Ivana Romero





















Eran unos cangrejos sobre fondo verde veronés.
Un cuadro raro de Vincent que a falta de mejores modelos
usó lo que tenía a mano.
En esa época se mudó a un tallercito blanco
en Arlés.
“Te parecerá gracioso que el retrete se encuentre en casa
del vecino”, escribió a su hermano Theo. También le contó que colgaría
algunas estampas japonesas en la pared.
Quizás la chica sentada a mi lado sea japonesa.
Tiene el vientre muy abultado y una campera plateada.
Al lado está su madre, que le acaricia la panza un instante
y vuelve a sus cosas, a la guía del museo que lleva entre manos.
Alguien me dijo que las mujeres se vuelven un poco locas
cuando se convierten en madres.
Vincent también se volvió loco, de amor, de tristeza,
de aguda fantasía y desasosiego.
Todos podemos volvernos locos alguna vez.
No estamos a salvo, como esos cangrejos
que ya son arena o piedra calcinada.
Escribo estas cosas en medio de una mañana
color trigo, tan quieta que casi puedo tocarla
como un vientre grávido que respira profundo.
Vuelvo a respirar después de varios días a la sombra.
Ahí están tus zapatos negros
para recordarme que viajamos juntos
que eso no pasó hace tanto.
Ya está bien con esto de caminar hacia atrás.
Miro tus zapatos, pienso que volverás en unos días
y que esta vez no me dará miedo
el silencio de la noche
ni las distancias
ni mi propia sombra.
Tampoco el pasado.
Los cuadros tienen adentro otros cuadros
yo no tengo chicos adentro mío
pero sí una tristeza antigua
que ya se va, envuelta en su capa verde,
a morirse a orillas del mar. 















Tus pasos suben por la escalera.
Tu corazón late con un ritmo apaciguado
debajo del abrigo cubierto de gotas,
como la capa de un guerrero.
Me contás que fuiste al supermercado
en medio de la tormenta
porque la heladera quedó vacía por semanas.
Pienso que las guerras también son domésticas.
Al borde de la escalera,
mi corazón brilla como la chispa de una bomba.
Mis pasos para llegar hasta acá fueron explosiones en el suelo
que el silencio aplaca.
Cuando te veo, ya no hay enojo y no me importa saber
qué dirá cada uno sobre lo que pasó
cuántas razones, cuántos miedos, cuántas heridas antiguas
se apilarán, escalón a escalón,
porque ahora estás aquí, con tus bolsas de plástico,
tu sonrisa cauta.
Sólo quiero encender tu corazón otra vez
Sé que late con temor, con esperanza,
por mí, por los dos, por lo que queda.
Aquí, mi corazón de fuego.
Aquí, las armas que ya no necesito.
Aquí, a tus pies
bajo la lluvia incesante, a pesar de la lluvia.
 




(inéditos)